Los calissons de Aix, el auténtico dulzor
Mi paraíso de los dulces era la fábrica de chocolate de Willy Wonka... hasta que visité la Confiserie du Roy René. Al oeste de Aix-en-Provence, los calissons han sustituido a los bombones de malvavisco, pero la aventura sigue siendo igual de deliciosa.
Los calissons: una sinfonía cargada de dulzura
Debía de tener 6 años. Sí, Charlie y la fábrica de chocolate fue hace mucho, mucho tiempo. A la edad en la que un buen cuento promete una noche tranquila. Hoy, pasada la treintena, heme aquí, en la famosísima y centenaria Confiserie du Roy René. Aquí, según me han contado, preparan verdaderas delicias. El placer tiene forma de almendra y responde al dulce nombre de «calisson». De pie frente a esta institución, tomo la medida de su éxito y su metamorfosis: el pequeño taller del fundador, un tal Ernest Guillet, modesto productor de nougat en los años 20, se ha convertido en un soberbio edificio contemporáneo plantado en el corazón del almendral. Al entrar en la confitería, no puedo evitar pensar en el Willy Wonka, que ya «no podía soportar la fealdad en las fábricas». Varios pasillos me conducen a una amplia sala que me recuerda extrañamente a los almacenes de la fábrica de chocolate. Allí se conservan con celo fabulosos sacos de almendras provenzales y sorprendentes cajas con melón de Cavaillon confitado de Apt.
La sala de fabricación
Tras bajar varios tramos de escaleras, me encuentro ante una puerta metálica brillante que brinda acceso al centro neurálgico de toda la fábrica, su corazón: la sala de fabricación. Para entrar, me pongo una toca roja, una máscara blanca y unos cubrezapatos azules. Así, vestida con mi atuendo que recuerda a la bandera de Francia, me vienen a la mente las advertencias del director de la fábrica de chocolate: «No pierdas la cabeza, no te emociones, mantén la calma».
La puerta se abre a un espectáculo fascinante. En un estruendo increíble, se activan máquinas de todos los tamaños y formas, mezclando, amasando, triturando, perforando, comprimiendo. Se utilizan escaleras para acceder a las más altas, se giran manivelas para abrirlas, se pulsan los botones verdes para arrancar, los blancos para interrumpir, los rojos para detener, se comprueba el contenido de enormes cubas, se toma la temperatura de las mezclas, se añade y se rectifica. Desde el suelo hasta el techo, fantásticas tuberías serpentean sin que pueda determinar su origen ni destino. En este estimulante tumulto, identifico las almendras, ablandadas y luego transformadas en una miga granulada. Más adelante, el melón confitado y la cáscara de naranja, a los que se añade el jarabe de azúcar y la clara de huevo que componen el elegante glaseado real. «Maravilloso, ¿verdad?», habría dicho seguramente el abuelo Joe. A continuación, la masa comprimida descansa alejada de la luz y la vista.
En la esquina de una pila de cajas, noto una agitación particular alrededor de una máquina. Unas manos ágiles ensamblan la oblea, la masa y el glaseado a una velocidad vertiginosa. Decenas, cientos, miles de calissons aparecen ante mí en una profusión mágica.
Di calin soun
Cinco centímetros, 12 gramos. Una superficie crujiente, un corazón tierno, una forma oblonga: tengo a mi alcance aquello que, en el siglo XV, hizo sonreír a Juana de Laval, la exigente compañera del rey Renato. «Di calin soun». «Son mimos». Así respondió a los cortesanos que se preguntaban por el origen de esta satisfacción sin precedentes y, desde entonces, el prestigio de estos dulces ha persistido a través de las épocas y los continentes. En 2016, estuvieron a punto de convertirse en «Kalisong» bajo el ambicioso impulso de un empresario chino que intentó registrar la marca «Calisson d'Aix». Esta desventura me recuerda a los contratiempos de Willy Wonka: ¿no cerró las puertas de su fábrica después de que sus secretos de fabricación fueran robados por competidores envidiosos? Para salvar sus negocios, los productores de calissons no recurrieron a los umpa lumpas, sino a los tribunales. Fueron capaces de dejar de lado sus diferencias históricas y presentaron un expediente para obtener una Indicación Geográfica Protegida (IGP). El lugar de producción, el peso, el tamaño y la composición del calisson de Aix se rigen ahora por un pliego de condiciones que lo protege de cualquier intento de apropiación.
Tras esperar unos diez minutos, el tiempo necesario para que los dulces se doren en un horno a 70 °C, paso a la sala de envasado final. En el centro de la sala, una máquina caprichosa ignora obstinadamente los parámetros de los técnicos, que insisten en articular sus brazos eléctricos.
Los elegantes paquetes se preparan con esmero por manos expertas. A diferencia de Charlie, mi visita no termina con la entrega de las llaves de la empresa: siguen en manos de un provenzal comprometido, Olivier Baussan, que compró la fábrica en 2014. Al final, me marcho con lo mejor: una caja de calissons y la dulce sensación de que la realidad puede superar la ficción.