En Sisteron, en la Provenza, el cordero está a su aire
Uno lleva las riendas de su rebaño, el otro, de sus pinches. Cada uno a su manera, Guillaume y Jany, naturales de la Provenza, cultivan su gusto por el cordero de Sisteron. El chef galardonado, en el valle, sublima los sabores de una carne reconocida por su ternura y delicadeza. Del redil a la mesa, seguimos las huellas de un cordero excepcional, protegido y de una calidad reconocida.
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En una sinfonía de campanas, 820 cabezas blancas se levantan simultáneamente y nos observan con una mirada en la que se mezclan la curiosidad y la sospecha en esta Provenza que venimos a descubrir. Para llegar a la explotación de Guillaume Garcin, pasamos por Sisteron, sobre la que se erige con orgullo la ciudadela en su cima rocosa, y emprendemos la ascensión del paso de Fontbelle, con unas curvas cerradas no aptas para estómagos sensibles. En esta mañana temprana de junio, en el aire ya cálido se percibe la impaciencia de los animales, que observan con recelo la incursión de una extraña en su territorio, sospechando sin duda que esta es responsable de que estén aún en el prado a esta hora inusual. Las palabras de la pastora que sale a nuestro encuentro lo confirman: «Os esperábamos para salir». Marie, con un sombrero de paja que le cubre el rostro bronceado e iluminado por sus ojos azules, bastón firme en mano, divertida y perpleja, nos escucha maravillarnos con el azul del cielo, el verde de la hierba y el horizonte infinito de esta Provenza que zumba y crepita, como en los libros.
¿Oveja o cordero?
«Hola, bienvenida a mi casa». La llegada de Guillaume y la cálida bienvenida que nos brinda no hace sino aumentar la confusión del rebaño. La fuerza del mistral, el calor de los veranos y la aspereza de los suelos parecen haberse encarnado en este Goliat provenzal de acento cantarín. Con su agarre firme y su sonrisa benévola deja entrever la pasión por sus animales, firmemente arraigada en su cuerpo de gigante. ¿De qué pueden hablar un pastor y una mujer de ciudad? De la diferencia entre una oveja y un cordero: la primera es el animal adulto, el segundo, aquel de menos de un año. Retomar la explotación familiar era una evidencia tal, que cualquier cuestión de elección de carrera no tenía lugar de ser. «No me veía haciendo otra cosa, viviendo en otro sitio», dice este treintañero, mientras abraza con sus gestos el valle del Durance y las montañas en la distancia. Hay que ver cómo se adelanta en medio de sus ovejas, prealpinas del Sur, para dar la orden de salida en un idioma que solo ellos entienden, y observar, con el impulso de su voz, cómo se levanta un oleaje blanco y ruidoso. De vez en cuando una cabeza emerge de la superficie lanosa, arremolinándose como el mar. A veces, se distingue un punto rojo o azul. «Son marcas para identificar a las ovejas que esperan una o dos crías», explica Guillaume mientras guía el rebaño. La indisciplina es solo aparente: tres fuertes perros pastores de Anatolia y varias cabras Rove coronadas con majestuosos cuernos se encargan de meter en vereda a los corderos perdidos o demasiado aventureros. Las ovejas se apelotonan en la puerta, y con razón: van a los pastos, con nuevos matorrales para explorar, arbustos para comer y hierba fresca para disfrutar.
Nomadic pastoralism and natural nursing
Esta noche, habrá que volver a bajar al redil. No obstante, dentro de unos días, esta tierra de abundancia que son las montañas provenzales les pertenecerá hasta agosto. Entre el vagabundeo y el descanso, las ovejas pasarán allí un verano tranquilo. Eso, si el lobo lo permite. Desde el 14 de julio de 2010, las noches de los pastos de montaña han perdido su tranquilidad. Una ansiosa agitación se apodera siempre de la manada cuando el peligro, con su cabeza pesada, frente ancha, hocico largo y mandíbulas afiladas, comienza su funesto merodeo. Una noche, Guillaume, que dormía entre sus ovejas, se topó con sus ojos. Dice que su mirada le atravesó. Su voz y sus noches aún se alteran por el recuerdo de este cara a cara del que nadie salió victorioso. Como para ahuyentar estas imágenes angustiosas, Guillaume habla de los próximos nacimientos. A partir de finales de agosto, toda la familia se turnará con las ovejas para ayudarlas a parir y asegurarse de que los recién nacidos encuentren la ubre junto a la que pasarán sus dos primeros meses de vida. Pastoreo nómada, nacimiento en la Provenza y lactancia materna: las cualidades que definen a los corderos con la Indicación Geográfica Protegida (IGP) y la Label Rouge. Armados con estas distinciones, se ponen en marcha. Para terminar nuestro encuentro, Guillaume nos invita a acompañarle a uno de los campos de alfalfa que cultiva para alimentar a sus ovejas. «Rastrillo el heno», trata de explicar a la alumna díscola que soy. Alinear el heno antes de secarlo me seduce bastante menos que un paseo en tractor.
¿Mantequilla o aceite de oliva?
Volvemos al valle, a Château-Arnoux, al establecimiento del chef Jany Gleize. «La Bonne Étape». Se trata de otra historia familiar, marcada por la evidencia y el relevo. Todo empezó con una avería del coche aquí mismo. En el vehículo estaba el que se convertirá en el padre del chef. Frente al edificio, su futura madre. El niño Gleize creció así entre fogones y, sin embargo, se negaba a comer otra cosa que salsa de carne o zanahorias. El apetito se le abrió a los 12 años, cuando una liebre «à la royale», preparada por su padre, se apoderó de su paladar. El gusto por lo bueno llevó incluso al alumno Gleize al despacho del director por desafiar las decisiones del orientador. El gastrónomo cambió entonces sus pantalones cortos por un delantal y una toca de cocinero. Formado por los mejores chefs, el joven cocinero regresó entonces a su tierra natal, cuyas fronteras definen una Francia culinaria: «Sisteron traza la frontera entre el norte y el sur. Desde finales del siglo XIX, constituye el paso entre dos civilizaciones: la mantequilla y la nata por un lado, y el aceite de oliva por otro».
Detrás del chef, me disculpo interiormente por llevar unas zapatillas que atestiguan mi paso por el redil, y cruzamos el comedor del restaurante. La alfombra roja del suelo, las gruesas cortinas de las ventanas y las molduras de los techos contribuyen a la solemnidad del lugar. En las mesas, impecables platos de loza escoltados por cubiertos de plata esperan tranquilamente la llegada de los comensales.
Cocinar y dejar reposar
En la cocina, nos recibe un silencio inusual: desde el cierre impuesto por la crisis sanitaria, las ollas y sartenes descansan, inmóviles, en las estanterías. Pronto, el sonido del afilado de las lamas cubre el zumbido de los frigoríficos. El chef prepara sus herramientas. Dos tomates escarlata pasan por sus manos expertas. Los pimientos carnosos de la huerta ecológica pronto se incorporan a la sartén, seguidos de cerca por unas sabrosas berenjenas y unos calabacines crujientes. En la sartén, cantan y cobran vida sobre un fondo de aceite de oliva. Una vez establecida la melodía, arranca el protagonista de la obra.
Aquí está, nuestro cordero, con su carne rosada y tierna, cubierta de una grasa que debemos a las horas de lactancia: se erige, soberbio, seguro de sus cualidades y de sus sabores. Con una cuchilla segura, Jany lo abre, le quita la piel y corta un filete. En la sartén, los jugos de las verduras crepitan de alegría ante la llegada del filete de cordero. La carne comienza a hacerse en un verdadero espectáculo donde se exhalan todos los sabores contenidos. De pronto, se hace el silencio. ¿Habrá terminado? «El tiempo de cocción es tan importante como el de reposo», señala el chef. Para distraer nuestros sentidos, Jeanne, que acompaña desde hace poco a su padre en los fogones, viste el plato. Unas finas pinzas agarran las verduras que, en pocos minutos, crean una obra llena de armonía y equilibrio. En este trono de colores y geometría perfecta, el cordero encuentra un lugar digno de su categoría.
Religiosamente, nos trasladamos al comedor. Aquí, reunidos en torno a una mesa, rendimos un homenaje silencioso, pero contundente, a este cordero del que no sabíamos nada esta mañana. En un gesto tímido, casi prestado, cojo los cubiertos que me tiende Jany. El sabor y la ternura del cordero de Sisteron hacen su entrada triunfal en mi paladar.
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